viernes, 7 de noviembre de 2008

El Caballo Blanco de Santiago (Relato)

Al amor de la lumbre de la cocina, cinco figuras de cinco sombras llenaban la habitación. En un rincón, casi imperceptible, un hombre, sentado en una banqueta, se entretenía tallando una cuchara de madera. Del techo, cercanas a la chimenea, colgaban unas morcillas de matanza. Una luz tenue envolvía el ambiente. En semicírculo, alrededor de la hoguera, sentados encima de una manta que los aislaba del frío suelo, un niño de diez años y una niña de siete se divertían haciendo de rabiar a su hermana, una niña de unos tres años de edad, que les miraba como pidiendo clemencia. Ensimismada, una mujer de unos sesenta, retiraba los restos de la cena. Su hija le había dejado esa noche a sus nietos en casa. La paciencia de la pequeña había llegado a su fin y el llanto de un niño le devolvió a la realidad:

- “Pero, ¿queréis dejar en paz a la criatura?. ¿No veis que es más chica que vosotros? ¿Y tú, es que no les dices nada? ¿Qué haces ahí plantado como un pasmarote?”
- “Mujer, son chiquillos...”
- “¡Pues a ver cuándo les entra un poco de juicio!. ¡Ya, Hija!, ya. Ven aquí con la abuela. ¡Vaya tormento que dais!, hermosos. ¡Qué tormentito!”

La abuela se sentó en una silla de coser, cogió a la pequeña en su regazo y la meció hasta que dejó de llorar.

- “¿No podéis jugar a algo en lo que no termine siempre vuestra hermana llorando?”
- “Abuela, cuéntanos una historia.”
- “¡Sí!, cuéntanos la del ‘Caballo blanco de Santiago’”.
- “Está bien, a ver si así estáis quietecitos un rato.” – Dijo con un tono de resignación en sus palabras. -“Esa es una historia real, que pasó en el pueblo hace no sé cuantísimos años. Me la contaba mi abuela, que a su vez se la contó su abuela... y así sucesivamente. Decía que, en tiempos de la peste, pueblos enteros quedaron sin gentes. Aquí también murieron muchas personas. Tantas muertes hubo, que ya ni siquiera se daba aviso del fallecimiento, se decretó dejar una silla en la puerta de la casa que hubiese muerto alguien. El enterrador, se recorría diariamente el pueblo entero, recogiendo los cadáveres, buscando puertas entreabiertas con una silla. La campana de la iglesia no paraba de tocar a muerto: ‘¡Taaaaaaannnn!,... ¡Tan!’. A veces, era necesario utilizar fosas comunes para darlos sepultura, de forma masiva, lo antes posible, pues esperar hubiese empeorado mucho más la situación. Después, se quemaba la ropa del muerto, se fregaba el suelo de la casa con agua de rosas y vinagre y se purificaba el aire infectado con la combustión de algunas maderas e inciensos, intentaban así evitar el contagio. Sin embargo, familias enteras enfermaron y no era posible labrar la tierra, con lo que, a la enfermedad, se le juntó la miseria. ¡Eran malos tiempos para las gentes del pueblo!”

- “Abuela, ¿Por qué se moría la gente?”
- “Por la peste. Eran epidemias, verdaderas plagas de las que se narraban en el Antiguo Testamento. Como si el ‘Ángel exterminador‘, que cruzó Egipto en la época de Moisés, hubiese vuelto para matar a abuelos, padres e hijos... ”.- Cuando hablaba, la mujer lo hacía con un tono de solemnidad y dramatismo, para provocar la atención de los niños.- “En la casa que entraba la peste, entraba la desgracia. La enfermedad se contagiaba de unos miembros a otros. Sufrían fiebres altísimas que les hacían perder el conocimiento o delirar durante días creyendo ser perseguidos. La peste era especialmente cruel con los niños, que morían sin remedio. Algunos lo hacían de manera fulminante, otros tardaban cuatro o cinco días. ¡Pobres criaturas!”
- “¿Por qué aparecía la peste?¿Es que no había medicinas?”
- “ Por aquél entonces casi no había medicinas. Dicen que la traían las pulgas que tenían las ratas y la poca higiene que había entonces. Por eso, yo os digo siempre que hay que ser limpio y lavarse bien todos los días.” – Al decir esta última frase, el tono trágico de sus palabras fue sustituido por uno de reproche.-
- “Sigue, abuela. ¿Y qué pasó entonces?”. – Dijo rápidamente la niña evitando el sermón sobre higiene corporal de la abuela.-
- “Pues... que se acercaban las ‘fiestas de Santiago’. Hacía ya algunos años se había elegido patrón para el pueblo, para que guardase al campo de las sequías y las tormentas. Un niño, como vosotros, fue el encargado de abrir un libro de santos, un misal. Lo debía abrir hasta que saliese dos veces el mismo santo y ese fue: ‘Santiago Apostol’. Con gran alegría, el pueblo prometió por siempre venerar al Santo celebrando unas fiestas en su honor. Pero ese año... había tantas muertes en el pueblo... pocas familias se libraron y todos conocían a alguien que había fallecido y guardaban luto por alguien. Los que gobernaban el pueblo, decidieron que no se podía celebrar la fiesta. No había ánimos de festejar nada.
Llegó el 25 de julio, el día grande de la fiesta, la tristeza invadía el ambiente. Cabizbajos, tristes, algunas personas recorrían la plaza del pueblo, casi vacía: ‘¡Ay que ver!. ¡Hoy Santiago Apostol!¿Quién lo diría?’. Comentaba la gente que allí estaba.

¡De repente!... nadie supo cómo... nadie supo de dónde... nadie le vio llegar... apareció un caballo en la plaza...”
- “¡Un caballo blanco! “- Gritó la niña como si lo adivinara.
- “¡Un caballo blanco como el de Santiago!”. Puntualizó su hermano.
- “¡¡Si!!... como el de Santiago... La gente dijo: ‘¡Es un caballo escapado!’. Iba a galope: se lucía señorial, arrogante, orgulloso, con la cabeza erguida, con fuertes patas, sus largas crines ondeaban al viento... y sin jinete...¡Era un caballo precioso! Relinchaba. Parecía que quisiese llamar la atención de la gente como diciendo: ‘¡Aquí estoy yo!’. Las personas que se encontraban en ese momento en la plaza, le seguían con la mirada atónitos... El caballo dio tres vueltas a la plaza sin detenerse y se fue como había venido: nadie supo cómo... nadie supo por dónde... nadie le vio marcharse”

Un alo de misterio invadía a los niños que miraban sin apenas pestañear.

- “Hubo gente que dijo que el caballo se habría escapado de una finca cercana, que el animal llegó a la plaza casualmente y casualmente se detuvo para dar las tres vueltas, a pesar de que no se conocía un caballo igual en los alrededores” – Afirmó con total seguridad-. “Sin embargo..., la mayoría de la gente en el pueblo, vio la mano del Santo en lo que había ocurrido. Pensó que era una señal del cielo. El Apóstol quería que se cumpliese la promesa que le hizo el pueblo y que, su fiesta, no se perdiera nunca... Y así se ha hecho siempre, desde entonces, hasta nuestros días.”

Los niños escuchaban con la boca abierta. Mil veces habían oído la misma historia y, sin embargo, la mujer podía ver , una vez más, sus caritas de asombro, enrojecidas por el fuego. A la más pequeña de los tres, le había vencido el sueño y se había dormido en sus brazos. Los dos mayores, quedaron en silencio por unos instantes. Desde el rincón, su marido les miraba con una sonrisa en los labios, recordando esa escena repetida cuando él era un niño y su abuela le contaba historias en las largas noches de invierno.

- “¡Otra!, cuéntanos otra historia del pueblo”
- “Espera, voy a acostar a tu hermana. Cuando vuelva os cuento otra.”
El tiempo hasta llegar a la cama y soltar a la pequeña, le daría unos instantes para acordarse de otra historia que contar a sus nietos. Cargó con la niña en brazos. Cuando estaba a punto de salir por la puerta su nieto la llamó:
- “¡Abuela!¿Qué crees que pasó con el caballo después?”
- “Volvió al cielo.” – Afirmó con decisión.-
- “¿Al cielo?”
- “Si, cuando hay tormenta... se pueden oír los cascos del caballo al galopar y en las noches de verano se ve la estela de polvo que el caballo deja en el firmamento. ¿No te habías fijado nunca?”

La abuela salió de la habitación y los niños se quedaron mirando las formas caprichosas que hacía la lumbre mientras soñaban con todo aquello que su abuela les había contado.